por Patricio Espinosa
Eran años extraños, extraños para ser niño, quiero decir.
Creo que tenía once años, era ingenuo, crédulo y despistado. Estudiaba en un
colegio de curas, era scout y era hermano menor. La diferencia de edad con mis
hermanos fue más notoria que nunca en esos años, tenían 18, 20 y 22. Dos de
ellos ya estaban casados y hacia finales de ese año, uno me hizo tío por
primera vez. Pasaba las tardes en mi casa, solo e imaginando que jugaba bien al
fútbol y que me nominaban a la selección nacional. Cuando no me imaginaba como
futbolista, pensaba que podría ser marinero, cosa que después no me habrían
perdonado los compañeros, o que podría ser cura, cosa que no me habrían
perdonado las compañeras, pero eso, lo de compañeros y compañeras, es otra
historia.
Algo pasaba en mi casa, pero no lo entendía. Mis padres
hacían malabares con el poco dinero que en esos años se podía conseguir y
sutilmente me hacían saber que no era posible salir de vacaciones o comprar la
ropa o los artilugios que eran la moda en esos años de importaciones chinas.
Algo pasaba en mi país, pero no lo sabía. Hacía ocho años
que el gobierno de Salvador Allende había sido derrocado y, desde entonces, una
dictadura se había apoderado de todos los rincones, las voces y las libertades.
Durante esos años distintas reformas políticas y sociales se implantaron con la
violencia que solo una dictadura militar puede ejercer.
En julio de ese año, mi hermano y su esposa me invitaron
a un inédito panorama. Durante las vacaciones de invierno iríamos al refugio de
Lo Valdés, un enclave cordillerano cercano a Santiago, donde tendría la
oportunidad de conocer la nieve. A ese ya increíble panorama (vacaciones y
nieve) se sumaba la aventura de ir “a dedo” es decir, realizar el trayecto, pidiendo
a los automovilistas que nos llevaran.
Viajamos toda la tarde, en diversos vehículos, hasta que
llegamos, por fin, al refugio, a la montaña, a la nieve. Un universo mágico me
desbordaba la mirada y un silencio extraño, desconocido para mí hasta ese
momento, me llenaba los oídos y me retumbaba en medio del pecho. El refugio pertenecía
a la Universidad Técnica del Estado, universidad que ese mismo año desapareció,
producto de otra de las reformas impuestas por la dictadura, y dio paso a la
Universidad de Santiago de Chile. Pero, claro, tenía once años, era ingenuo,
crédulo y despistado, y nada de eso lo sabía.

Recuerdo que me llamó la atención que había muchos y
muchas jóvenes de la edad de mi hermano y que había una camaradería y
complicidad implícitas entre todos ellos que, en general, no se conocían. Todas
las noches se reunían los montañistas, y yo, la mascota, en silencio los
observaba y escuchaba tratando de aprender y aprehender cuánto allí se hablaba
y reía. Algunas noches, ponían música en una vieja radio cassettera. Mientras
conversaban (quisiera decir conversábamos, pero yo solo escuchaba y observaba)
diversos cassettes iban turnándose para reproducir música que más o menos yo ya
había escuchado en casa; Los Jaivas, Jorge Yáñez, Illapu y su “Candombe para el
negro José”. Música alternativa a la que
la dictadura promovía y difundía por radio y televisión. No eran canciones de
protesta propiamente tal, pero fueron generando, poco a poco, un ambiente
cómplice entre los contertulios de esa noche. Claro, con una dictadura como la
que teníamos, nadie podía declararse abiertamente opositor. Había, por el
contrario, pequeños códigos que iban generando confianzas. Por ejemplo,
aparentar un error de dicción y, en vez de “el diablo los junta”, decir “al
diablo la Junta”, aludiendo a la junta de gobierno formada por los uniformados
golpistas. Pero yo eso aún no lo entendía, pues como ya dijimos, era ingenuo,
crédulo y despistado, claro que eso no duraría mucho.
Una noche, después de un rato, fue mi hermano quien puso
la música. Con parsimonia, sacó un cassette que supongo ya tenía elegido con
anterioridad. Pulsó play y comenzó a sonar una canción suave, sencilla pero
profunda, que comenzaba solamente con un sonido suave de charango y una voz
tranquila y cristalina. A poco andar, guitarras, muchas quenas y los charangos.
La letra no me decía mucho, sin embargo, los rostros de quienes escuchaban me
pusieron en alerta. Los rostros, los comentarios y las preguntas: “¿Cómo la conseguiste? ¿Me puedes dar una
copia? “bajen un poco el volumen” ¿la tienes completa? “¡¡No te lo vayan a
quitar!!”…, miraban a mi hermano como a un héroe (mi hermano mayor era un
héroe, una vez me enterré un clavo en el pie y me llevó en sus hombros por
varios kilómetros) Todo giró entonces, en torno a él y a la música que portaba.
Intentaba entender pero no lo lograba, la canción era bonita, su música,
conmovedora, pero ¿por qué tanto revuelo por ello?

Eran años extraños, extraños para ser niño, quiero decir.
Creo que tenía once años, era ingenuo, crédulo y despistado, algo pasaba en mi
casa, pero no lo entendía. Algo pasaba en mi país, pero no lo sabía. Hasta esa
noche. Durante esa madrugada cuando nos fuimos a acostar, pregunté a mi hermano por el revuelo causado por su
canción. Me explicó que esa canción, que se llamaba “vamos, mujer…”, hacía
parte de una cantata llamada “Cantata de Santa María de Iquique”, que recordaba
una matanza de obreros salitreros ocurrida a principios de siglo. Me contó que
esos obreros protestaban por mejores condiciones de vida. Me dijo que esa
canción, la cantaba un grupo llamado Quilapayún y que ellos estaban exiliados y
su música prohibida por los militares que habían derrocado a Salvador Allende,
quien trató de mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. Me explicó
que la dictadura había matado, torturado y desaparecido a muchas personas, que
la gente tenía miedo, pero también rabia y por eso se alegraron al escuchar una
canción prohibida. Supe, también esa noche, que nuestro padre había sido
obligado por la dictadura a dejar su trabajo.
Al finalizar 1980, la dictadura había instaurado su
constitución y comenzaba su institucionalización, Yo ya tenía doce años, un
sobrino y un diploma por un curso de seguridad en media montaña que tomé en julio
de ese año en Lo Valdés. Pero, por sobre todo, al finalizar 1980, comprendí lo
que ocurría a mi alrededor y aprendí que había algunas canciones que no debía
dejar de cantar nunca, aunque fuera en voz muy baja.