viernes, 2 de diciembre de 2011

APOCALIPSIS










Llegué con mis padres, cuando tenía quince años, a vivir a esta comuna “pegada” a los cerros, donde eché profundas raíces, enamorándome de la cordillera y del cielo, remembranzas de mi lejano nacimiento en Sewell.



En ese entonces, el avance arrollador de la ciudad aun no había arrasado con todo el campo de la zona y por tanto, era frecuente encontrarse con predios agrícolas flanqueados por flamantes “villas” y nacientes supermercados. Mis estudios secundarios, por ejemplo, se desarrollaron en el Liceo de Hombres (y que sin embargo, era mixto), enclavado entre los yuyos y los restos de las, otrora, casas patronales.

Quizá por este ambiente pueblerino me fui convirtiendo, lentamente, en un ser solitario y melancólico que gustaba de la poesía, las excursiones a la montaña y la observación de las estrellas.





Viví con mis padres hasta que decidí casarme apenas cumplí veintiún años, sin embargo mi matrimonio no duró mucho; mi mujer se apartó de mí por considerarme un soñador que perdía el tiempo y el dinero en expediciones y telescopios. Éste trance doloroso sumado a la pérdida de mi trabajo, me sumió en una larga depresión que yo combatía bebiendo o escribiendo poesía. Cuando hacía las dos cosas simultáneamente, los resultados eran deplorables, como es fácil apreciar en el texto siguiente, que rescaté de una vieja libreta :

Fui la araucaria volcánica, que derribaste impúdica,

fuiste alud impetuoso, cortando raíces y sangrando la nieve.



Fuimos rodando juntos, como lava visceral,

pariendo un amasijo de frustración y dolor,

desmembrado y quieto…al fin.



Hasta que un día,

todo volvió a su sitio;

los ojos a mi faz,

los minuteros al reloj,

la conciencia a mi existir,

la sangre a su prístino torrente,

los pasos a mi andar

y mi andar…hacia la vida.



Tras el abandono de mi mujer y ya convertido en un solitario prematuramente, me aboqué a la humana aspiración de obtener un lugar para vivir e intentar…iba a decir rehacer pero esta acción supone algo previamente hecho y definitivamente, no era el caso; no podía rehacer mi vida, tenía que inventarme una y, la montaña me la dio; a esas alturas yo ya era un veterano en esto de andarse trepando por las andes y cuando me inicié en esta disciplina, fue con una motivación bastante personal; me animaba una búsqueda, la misma búsqueda inmemorial del hombre; la búsqueda de la felicidad a través de la belleza y la poesía. Acudí a la montaña, convencido de que en ella aprendería sobre mí mismo, de mis límites y capacidades más allá de lo físico, que me permitiría ser mejor, que los desafíos me confirmarían nuestra calidad de seres perfectibles, de que en ella siempre encontraríamos paz. Y así fue siempre, aun en las condiciones más adversas que en la montaña se puedan encontrar, aprendí a valorar la amistad, la solidaridad y la colaboración y, si alguna vez hubo una mala experiencia, nunca fue a causa de la montaña, siempre a causa de algún “humanito” que fugazmente pasó por valles y quebradas.

Podría aventurar que la montaña es y fue una excusa para desarrollar mi propia filosofía de vida.



****



Con los años y mucho esfuerzo, compré una propiedad, que se ajustaba a mis necesidades; tenía una gran sala donde pude desplegar los cientos de libros que había acumulado durante los años y que guardaba en cajas de cartón. Allí pude también colgar las innumerables fotografías logradas en mis travesías por cerros y quebradas.

Disponía la casa de grandes ventanales, que ofrecían una vista espectacular de los cerros San Ramón (donde me inicié como andinista a los dieciséis años), Provincia, Plomo y La Paloma y, por cierto, la casa contaba con un patio con un cerezo de tronco rojo y lustroso y un álamo plateado que fabricaba la brisa que necesito al atardecer.



Gran parte de mi tiempo transcurría en la sala, leyendo y escribiendo y, otro tanto en el patio, donde sembraba y cultivaba algunas hortalizas, nada más que por el placer de hundir las manos en la tierra húmeda y sentir el olor de la maleza. Por las noches, situaba en este mismo lugar un telescopio, con el que pasaba largas horas ensimismado, contemplando la luna, perdido en las profundidades y misterios del cosmos sin casi saber que ocurría a mi alrededor.



Creo que finalmente, estaba viviendo inmerso en algo parecido a la felicidad. Por lo menos era una sensación de satisfacción y mansedumbre, a pesar de los anuncios, con características de mito urbano, que profetizaban acerca del advenimiento de los devoradores de astros, supercherías a las cuales, por supuesto, no daba yo ningún crédito.



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Una noche de julio, particularmente triste, después de haber escrito unos poemas demasiado quejumbrosos para mi gusto y a pesar del frío intenso, pero acicateado por la vista de un cielo perfectamente despejado y enjambrado de estrellas, decidí instalarme con el telescopio, como hacía a lo menos, un par de veces a la semana.

Lo que ocurrió entonces, aun me mantiene en un desequilibrio emocional, sin ganas de levantarme de mi cama más que para suplir las necesidades más elementales. Ocurrió que al asomarme a la lente, un negro pavor se coló por mis pupilas y se instaló en todas los rincones de mi ser; una bestia oscura, de cuarenta metros de altura, se alzó frente a mí, ofendiendo con su sola presencia, a Dios. Tenía numerosos ojos sin brillo que absorbían la luz y su cuerpo estaba cubierto de letreros promocionales. Tenía diez antenas como cuernos y de los diez cuernos colgaban nombres en una lengua de espanto y blasfemia; shower door, wallking in closet, barbecue, logia, home office, duplex, Spa, jacuzzi, gran living, dormitorio en suite, hall, wi-fi, solarium y, entre sus múltiples ojos tenía la imagen de una montaña que no es, y de esta montaña se derramaban “uefes” como regueros de sangre.



Y este engendro se devoró la montaña recién nevada, la luna…¡mi montaña y mi luna!, mi vida…para siempre.