Con la pericia adquirida con los años, se trepa al tejado a reparar los estragos del terremoto; reemplaza seis tejas y luego se queda mirando, extasiado, la cordillera capitalina.
Dos días más tarde, escala nuevamente; esta vez lleva consigo sus binoculares junto a las herramientas. Alcanza a reparar cuatro o cinco tejas, antes de que obscurezca.
En abril, a horcajadas sobre el techo principal, tras la primera lluvia, las cumbres nevadas le parecen más alucinantes aun. Olvida subir las herramientas pero no los binoculares.
En julio, aplastado por la mirada reprobatoria de su mujer, esquivando los tiestos regados por el piso, se dedica a atrapar goteras en el comedor llovido.