jueves, 5 de septiembre de 2013

No sé si alguna vez estuvo allí, no sé si la soñé
o si tuvo identidad concreta, o si era parte del paisaje.
…quizá era el paisaje.

Fluyó por las laderas, con el viento adormecido
fue una piedra más entre las piedras,
fue sudor entre el sudor de los hombres,
agua vertiginosa cantando hacia lo profundo.

Fue reposo verde de llaretas, para el ojo cansado del polvo
y las frías piedras angulares.

Fue una gota más llorando distancias, sobre la pálida faz del glaciar,
fue murmullo acariciante de sombras, en la penumbra interminable.


Fue bálsamo para el alma, en el agobio de la esquiva altura más…¡nunca fue mía!

jueves, 4 de julio de 2013

DE UNA U OTRA MANERA





…la cordillera,
alta me espera,
sobre las nubes,
vuela el aliento…

Canción del Sur
Los Jaivas





En un bus, que se desplazaba lento, por la congestión vehicular ―habitual a esa hora de la mañana― escuchando retazos de música y noticias en el aparato chicharriento que el conductor cambiaba de emisora de tanto en tanto, en un día inusualmente transparente y claro de marzo, viajaba Ismael Rakos.

Escuchó en forma sesgada, por el ruido del motor y los bocinazos, que ése día se conmemoraba, el “Día del Joven Combatiente”. Vamos a tener revuelta ―pensó. Usualmente, en fechas emblemáticas como esa, había disturbios en la universidad.

Luego y como es normal, ―al menos lo era para Rakos― pasó sin darse cuenta, de un pensamiento a otro, y como el Día del Joven Combatiente se conmemoraba por un crimen ocurrido un día 29, varios años antes, cayó en cuenta, de que ya era fin de mes y, por tanto, era día de pago.

Los días de pago tenían algo especial, aunque el dinero sólo alcanzaba para cubrir precariamente, las cuentas. Eran especiales porque, de todos modos, ese día se tomaba “onces” algo diferente al resto del mes, con algún “engañito” y, todos en casa, parecían estar un poco más felices. Y eran especiales porque, sin razón aparente, lo transportaban a su niñez, paseando con sus padres, en soleados y volantineros días de “fiestas patrias”…Hasta le pareció, percibir el olor de las empanadas y de los coloridos algodones de dulce.

Se quedó un momento, con la frente apoyada en el vidrio ―sintiendo la vibración del motor― con ojos de ensoñación, mirando a la nada. Luego, un pequeño altercado, entre un estudiante y el conductor del bus, lo trajo nuevamente, a la realidad.

Las fiestas patrias de ahora, ya no son lo mismo, pensó. Es hasta peligroso ir con la familia…fondas llenas de borrachos, peleas, “volados” y más encima, todo caro. Unas bebidas para los niños, una cerveza y unas empanadas y ¡se acabó el presupuesto! Si es un lujo pensar en una parrillada…¿un lujo?...Mmmm…Sonrió, irónicamente, y hurgó en su bolso. Sacando una agenda vieja y un lápiz. Escribió:

Un lujo,

hay que darse un lujo, un pequeño lujo,

de vez en cuando, cuando pagan.

Cuando chico,

pizza y bebida, con mi mamá

en el Quick Lunch, cada fin de mes.

Hoy, me pagaron y,

me fui a casa en micro.

Lo releyó un par de veces, tarjó y cambió algunas cosas y, satisfecho, guardó todo, nuevamente, en el bolso.

****

La jornada laboral se iniciaba a las 8:30 hrs. Objetivamente, una hora adecuada para llegar a tiempo desde casi cualquier punto de la ciudad, sin embargo, a las 8:45 aun le restaban por caminar una cuadra y media para llegar al edificio de cuatro pisos.

Cruzó presuroso el pequeño jardín y luego, el hall, donde se encontraba el reloj control, pasó sin mirarlo –sabía que “el chino” ya le habría marcado la tarjeta. Subió por la ancha escalera, saltando los peldaños de dos en dos, afirmándose sobre el brillante pasamanos de bronce. Al llegar al segundo piso miró rápida y furtivamente a través de la puerta de vidrios, que conducía a la oficina de la directora, constatando que ésta no se encontraba a la vista. Traspasando la mampara de dos hojas, recorrió el pasillo, hasta llegar al pañol del laboratorio de física. Allí, fue recibido por sus compañeros de trabajo, con los típicos saludos; “no hacís ni falta”, “buenas noches”, “te tenimo en la playa” y, con la mirada reprobatoria del encargado, “el gurú”, como irónicamente le decían, porque se consideraba a sí mismo como jefe y guía de aquel grupo, sin tener la formación profesional necesaria y, peor aun, por carecer de un nombramiento oficial. Solo lo avalaba la palabra de la jefa del departamento, quien lo manipulaba dándole pequeñas cuotas de poder, para mantenerlo como un tiranuelo soplón.



Haciendo gala de un curtido cuero, frente a las pullas de sus colegas ―tras dejar su bolso y chaqueta― bajó al casino por un sándwich. A su regreso, se sirvió un café y, se sentó frente al computador, a desayunar con parsimonia, mientras actualizaba las actividades del día anterior.

Prefería ésta labor a tener que organizar o limpiar el material del pañol, porque le permitía, de tanto en tanto, navegar por Internet. Solía ingresar a un foro de montañistas, para compartir sus experiencias, relatar ascensiones e intercambiar datos y fotografías. Para ello, había desarrollado toda una estrategia, que le permitía eludir cualquier dato que revelara su edad o alguna fecha, ya que su más reciente ascensión la había realizado hacía ya diez años, cuando aun contaba con “joviales” 36. En el fondo, y sin saberlo él, en forma conciente, ésta práctica se había convertido en un absurdo y neurótico juego, el cual, le permitía soñar y sentirse joven y vivo, un juego que le hacía, de algún modo, escapar de la rutina del trabajo ―que desde hacía once años, le extinguía lentamente el fuego, que antes ardía en sus ojos― un juego que le hacía creer que, realmente, en algún momento, luego, una vez que saliera de las deudas, quizá el próximo año, tal vez después de la reestructuración de la planta, o cuando lo subieran de grado, podría calzarse, nuevamente, las botas de escalada y, con el piolet en ristre, cual Quijote contra los molinos, lanzarse en pos de alguna cumbre que le devolviera la mística, el equilibrio, la paz y, sobre todo, esa llama de vida que sentía morir en su pecho.

Para ello, se entrenaba permanentemente, puesto que no podía permitir, que cuando llegara ese especial y, quizá único momento, lo sorprendiera fuera de forma.

Así es como, normalmente llegaba a trabajar en bicicleta y por las tardes, su figura alta y desgarbada, trotando enfundada en un buzo deportivo negro, era común en el parque, distante dos cuadras.

****

Durante la mañana, actualizó la base de datos del inventario, atendió a los infaltables alumnos despistados, que preguntaban si habría clases la siguiente hora, “chateó” en el foro de www.tricuspide.cl y, también, casi sin darse cuenta, se quedó como otras veces, sentado inmóvil, con los ojos fijos en el gigantesco gomero del jardín, que estallaba sus grandes hojas contra la ventana, próxima a su puesto de trabajo. Como si a través de su verde nervadura pudiera, por fin, escabullirse de allí.



―Vamos a tener show, parece. Pusieron las rejas en el supermercado y, Don Mario, estaba cerrando el kiosco. Fue el comentario que lanzó, intempestivamente, Raimundo Kossio, al entrar al Laboratorio 1, donde se encontraba Ismael, preparando para la clase siguiente, “Carga y descarga de un Condensador”.

Kossio, a quien la mayoría conocía como el chino, era un funcionario antiguo, que había comenzado como auxiliar de aseo y que hoy, tras quince años de servicio, exhibía orgulloso, el cargo de Auxiliar de Laboratorio, grado 18. Generaba mucho aprecio entre sus colegas, por ser un tipo bonachón, alegre, sensible y solidario. Era, quizá, el único que comprendía, en parte, a Rakos. También era un soñador, pero de metas más terrenales ―quizá por tener una familia numerosa― Sin embargo, a la postre, también un triste animal enjaulado.

―Sí, yo creo. Por ahí, ví unos panfletos.

―Bieeen!. Nos vamos temprano entonces, dijo Raimundo, frotándose las manos.

Efectivamente, un par de horas más tarde, dos detonaciones los hicieron asomarse por los ventanales del pañol, hacia la Avenida José Pedro Alessandri ―que ya se encontraba libre de tránsito vehicular― y, por entre la vegetación, divisaron una espesa columna de humo negro que se levantaba, aproximadamente, en la intersección con Avenida Grecia. Simultáneamente, un grupo de jóvenes encapuchados, las emprendían con bombas incendiarias, contra un local de comida rápida, situado casi enfrente de la Universidad, mientras otros encendían neumáticos y basura frente a la sede estudiantil, cubriendo las dos vías de la Avenida. Luego, todo fue caos; el local de Mc Donald’s ardía, se escuchaban disparos y sirenas, los numerosos estudiantes, que se encontraban en la calle mirando lo que ocurría, huyeron en tropel, entrando desordenadamente al campus, cuando las primeras bombas lacrimógenas, caían en forma indiscriminada sobre los automóviles estacionados, la calzada y el jardín.

Tosiendo, Ismael y Raimundo, cerraron todas las ventanas. Retrocedieron hasta el pasillo, lleno con los alumnos que se encontraban, hasta hace pocos instantes, en clases. Hacia la calle, sólo se veía humo. Algunos profesores calmaban a los estudiantes más alterados. Todos colocándose sal alrededor de los ojos enrojecidos, supuestamente para mitigar los efectos de los gases.

Afuera, las detonaciones de las bombas, se sucedían una tras otra. Por su parte, desde los techos, los alumnos respondían con piedras, garabatos, sillas, palos, botellas y bolsas con pintura.



Con la tranquilidad adquirida en años de práctica en estas lides, Raimundo, Ismael y los demás funcionarios, procedieron a desalojar las dependencias, a fin de evitar accidentes por sofocación, rotura de vidrios o pánico.

Una vez en los patios, el panorama era similar al de otras jornadas de manifestaciones estudiantiles; en el sector de estacionamientos, se concentraban numerosos alumnos en un frenético arrojar piedras y esquivar bombas lacrimógenas ―parecían divertirse entre el sofoco, las carreras y las bromas a voz en cuello en contra de la policía― los funcionarios, se concentraban en lugares un poco más protegidos de la acción de los gases ―conversando y fumando despreocupados― algunas autoridades de la sede, se paseaban nerviosas, hablando por sus teléfonos móviles, los dirigentes gremiales también, como de costumbre,…no estaban.

Ni los jefes de departamento, ni los decanos ni el jefe de sede, tomaban la determinación de evacuar a los funcionarios. Nadie se hacía responsable, aun frente a las presiones de algunos trabajadores, que apelaban al riesgo de permanecer en el lugar.

Rakos se escabulló ―aprovechando el desorden y la posibilidad de tener un buen tiempo desocupado― y se dirigió al “pabellón B”. Subió por una empinada escala metálica ubicada exteriormente y que conducía a la azotea del edificio. Una semana antes, había estado allí instalando una estación metereológica y, había comprobado que tenía una vista espectacular de la precordillera santiaguina.

El día anterior había llovido y el agua había lavado los cielos de smog, ahora todo era transparente y los cerros se encontraban albos, nítidos y se podía apreciar detalles de su topografía.

Ignorando que a sus espaldas, tras un edificio se encontraba la calle, con su singular combate entre estudiantes y policias, se sentó a la manera india y se quedó absorto mirando ―contento y con nostalgia― Su mirada traspasó el éter celeste y se detuvo a reposar en el glaciar espejado del cerro “El Plomo” ―que se empinaba por los cinco mil doscientos metros y, que tantas veces antes, había escalado con músculo firme― recorriendo con la mirada, la ruta conducente a la cumbre.

El sonido sibilante de un proyectil, le hizo volverse repentinamente. Alcanzó a ver la bomba lacrimógena, en su trayectoria humeante, parabólica, definitiva y directo a su rostro. Se encogió, instintivamente, buscando evitar el impacto...



****

Levantó la vista ―el sol le dio directo en los ojos― dio otro paso ―los crampones se afianzaban bien, sobre el hielo franco― y comprobó que sólo le restaban unos cincuenta metros para alcanzar la cumbre. Una profunda sensación de bienestar y paz lo invadió, aun cuando jadeaba por la escasez de oxígeno, propia de esa altitud.

Avanzó lentamente, ensimismado, hincando rítmicamente, los crampones y el piolet, sobre el hielo azulado. El choque metálico salpicaba trocitos de hielo, que se precipitaban glaciar abajo, tintineando como cristales rotos.

Poco a poco, la pendiente fue disminuyendo, el viento aumentó de intensidad, el avance se tornó, paulatinamente, más fácil hasta que, tras unos cinco metros, el último paso lo depositó en la cumbre.

Respiró hondo para recuperarse y, comenzó a observar el paisaje; extensos y repetidos cordones nevados, a la distancia. Más cerca, grandes moles de hielo ―colgando en posiciones ingrávidas, imposibles― y, miles de metros más abajo, las delgadas y plateadas serpientes de agua y sus caprichosos meandros, surcando vertiginosos los valles y más allá, diminutos, los esbozos de la ciudad.

Girando lentamente, fue abarcándolo todo, con ojos ansiosos, con miradas largas, con corazón sereno. Sus ojos fulgían, devorando cumbres lejanas, el viento era, apenas, frío y, la paz…completa.

Se sentó con la espalda apoyada en una fría roca de granito, relajando los hombros, respiró profundamente al momento que cerrraba los ojos. Sintió como el viento dibujaba sonrisas diáfanas en su pelo.

****

Respiró hondo para recuperarse, notó las baldosas frías en la espalda. Quiso incorporarse pero no pudo moverse. Abrió los ojos y dificultosamente observó a numerosas personas que lo rodeaban, rostros que no conocía, que gesticulaban y le hablaban, algo que él no alcanzaba a comprender. Entre las figuras demudadas y a contraluz, pudo distinguir el cielo encapotado y las ventanas más altas del pabellón B. A lo lejos, aun se escuchaban algunas detonaciones y gritos aislados. Relajando los hombros, respiró profundamente al momento que cerraba los ojos…

En la calle ya desierta, también, el fuego apagó las llamas de la última barricada.









viernes, 2 de diciembre de 2011

APOCALIPSIS










Llegué con mis padres, cuando tenía quince años, a vivir a esta comuna “pegada” a los cerros, donde eché profundas raíces, enamorándome de la cordillera y del cielo, remembranzas de mi lejano nacimiento en Sewell.



En ese entonces, el avance arrollador de la ciudad aun no había arrasado con todo el campo de la zona y por tanto, era frecuente encontrarse con predios agrícolas flanqueados por flamantes “villas” y nacientes supermercados. Mis estudios secundarios, por ejemplo, se desarrollaron en el Liceo de Hombres (y que sin embargo, era mixto), enclavado entre los yuyos y los restos de las, otrora, casas patronales.

Quizá por este ambiente pueblerino me fui convirtiendo, lentamente, en un ser solitario y melancólico que gustaba de la poesía, las excursiones a la montaña y la observación de las estrellas.





Viví con mis padres hasta que decidí casarme apenas cumplí veintiún años, sin embargo mi matrimonio no duró mucho; mi mujer se apartó de mí por considerarme un soñador que perdía el tiempo y el dinero en expediciones y telescopios. Éste trance doloroso sumado a la pérdida de mi trabajo, me sumió en una larga depresión que yo combatía bebiendo o escribiendo poesía. Cuando hacía las dos cosas simultáneamente, los resultados eran deplorables, como es fácil apreciar en el texto siguiente, que rescaté de una vieja libreta :

Fui la araucaria volcánica, que derribaste impúdica,

fuiste alud impetuoso, cortando raíces y sangrando la nieve.



Fuimos rodando juntos, como lava visceral,

pariendo un amasijo de frustración y dolor,

desmembrado y quieto…al fin.



Hasta que un día,

todo volvió a su sitio;

los ojos a mi faz,

los minuteros al reloj,

la conciencia a mi existir,

la sangre a su prístino torrente,

los pasos a mi andar

y mi andar…hacia la vida.



Tras el abandono de mi mujer y ya convertido en un solitario prematuramente, me aboqué a la humana aspiración de obtener un lugar para vivir e intentar…iba a decir rehacer pero esta acción supone algo previamente hecho y definitivamente, no era el caso; no podía rehacer mi vida, tenía que inventarme una y, la montaña me la dio; a esas alturas yo ya era un veterano en esto de andarse trepando por las andes y cuando me inicié en esta disciplina, fue con una motivación bastante personal; me animaba una búsqueda, la misma búsqueda inmemorial del hombre; la búsqueda de la felicidad a través de la belleza y la poesía. Acudí a la montaña, convencido de que en ella aprendería sobre mí mismo, de mis límites y capacidades más allá de lo físico, que me permitiría ser mejor, que los desafíos me confirmarían nuestra calidad de seres perfectibles, de que en ella siempre encontraríamos paz. Y así fue siempre, aun en las condiciones más adversas que en la montaña se puedan encontrar, aprendí a valorar la amistad, la solidaridad y la colaboración y, si alguna vez hubo una mala experiencia, nunca fue a causa de la montaña, siempre a causa de algún “humanito” que fugazmente pasó por valles y quebradas.

Podría aventurar que la montaña es y fue una excusa para desarrollar mi propia filosofía de vida.



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Con los años y mucho esfuerzo, compré una propiedad, que se ajustaba a mis necesidades; tenía una gran sala donde pude desplegar los cientos de libros que había acumulado durante los años y que guardaba en cajas de cartón. Allí pude también colgar las innumerables fotografías logradas en mis travesías por cerros y quebradas.

Disponía la casa de grandes ventanales, que ofrecían una vista espectacular de los cerros San Ramón (donde me inicié como andinista a los dieciséis años), Provincia, Plomo y La Paloma y, por cierto, la casa contaba con un patio con un cerezo de tronco rojo y lustroso y un álamo plateado que fabricaba la brisa que necesito al atardecer.



Gran parte de mi tiempo transcurría en la sala, leyendo y escribiendo y, otro tanto en el patio, donde sembraba y cultivaba algunas hortalizas, nada más que por el placer de hundir las manos en la tierra húmeda y sentir el olor de la maleza. Por las noches, situaba en este mismo lugar un telescopio, con el que pasaba largas horas ensimismado, contemplando la luna, perdido en las profundidades y misterios del cosmos sin casi saber que ocurría a mi alrededor.



Creo que finalmente, estaba viviendo inmerso en algo parecido a la felicidad. Por lo menos era una sensación de satisfacción y mansedumbre, a pesar de los anuncios, con características de mito urbano, que profetizaban acerca del advenimiento de los devoradores de astros, supercherías a las cuales, por supuesto, no daba yo ningún crédito.



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Una noche de julio, particularmente triste, después de haber escrito unos poemas demasiado quejumbrosos para mi gusto y a pesar del frío intenso, pero acicateado por la vista de un cielo perfectamente despejado y enjambrado de estrellas, decidí instalarme con el telescopio, como hacía a lo menos, un par de veces a la semana.

Lo que ocurrió entonces, aun me mantiene en un desequilibrio emocional, sin ganas de levantarme de mi cama más que para suplir las necesidades más elementales. Ocurrió que al asomarme a la lente, un negro pavor se coló por mis pupilas y se instaló en todas los rincones de mi ser; una bestia oscura, de cuarenta metros de altura, se alzó frente a mí, ofendiendo con su sola presencia, a Dios. Tenía numerosos ojos sin brillo que absorbían la luz y su cuerpo estaba cubierto de letreros promocionales. Tenía diez antenas como cuernos y de los diez cuernos colgaban nombres en una lengua de espanto y blasfemia; shower door, wallking in closet, barbecue, logia, home office, duplex, Spa, jacuzzi, gran living, dormitorio en suite, hall, wi-fi, solarium y, entre sus múltiples ojos tenía la imagen de una montaña que no es, y de esta montaña se derramaban “uefes” como regueros de sangre.



Y este engendro se devoró la montaña recién nevada, la luna…¡mi montaña y mi luna!, mi vida…para siempre.














martes, 15 de noviembre de 2011